El Estado, ese complejo institucional al que se le
atribuye el ejercicio legítimo del poder político sobre las sociedades y los
territorios nacionales, solo muy recientemente ha empezado a tener que ver con
la gente de a pié, con sus necesidades y sus aspiraciones. Habiendo surgido los
primeros estados en los albores de la historia, para que, en determinados
lugares y durante algún tiempo, la práctica del poder público haya dejado de
ser violentamente arbitraria, misógina y clasista han tenido que pasar muchos
siglos e incontables padecimientos y revueltas.
El estado de derecho social y democrático, el que reconoce
legalmente y sin excepciones la condición de ciudadanía a todos los habitantes
del país, que considera su legitimad vinculada a la cobertura de los intereses
comunitarios generales y que sitúa en el conjunto social la soberanía, es una
reciente excepción en el conjunto de las naciones, aún gobernadas, en general,
por élites despóticas de viejo y nuevo cuño. Pero, terminada la 2ª Guerra
Mundial del pasado siglo, en varios de los países más poderosos de Europa y en
Norte América fraguaron las primeras versiones de este modelo que, por sus
grandes logros en materia social y económica, se denominaron “Estados del
bienestar”.
No sin sombras y contradicciones, apenas transcurridas
tres décadas desde la instauración de estados que protegían “de la cuna a la
tumba” a sus ciudadanías de a pié, con las Revoluciones conservadoras –de los
gobiernos de Ronald Reagan, en EEUU y de Margaret Thatcher, en Inglaterra-, la
ofensiva capitalista, antisocial y antidemocrática volvía a controlar las
instituciones estatales de dos potencias mundiales. Gracias a sus enormes
recursos, este movimiento reaccionario, utilizando todos los medios privados y
públicos de intervención institucional, ha venido consiguiendo hacer prevalecer
a sus afines en los diferentes estados occidentales y ha neutralizado los
resortes y contrapesos de sus sistemas políticos y culturales hasta hacerse
hegemónico.
Las élites de poder siempre han necesitado de las
instituciones del estado para mejor salvaguardar sus dominios y asegurar sus
intereses, por ello, siempre han estado involucradas en su control, para
asegurar un tipo de estado autoritario, facilitador de sus ambiciones, centrado
en evitar disturbios populares y protector de sus propiedades y contratos. A
esa forma de hacer política por parte de las potencias imperiales, hasta
primeros del siglo XX se le llamó liberalismo: dejar hacer, dejar pasar, a los
ricos y sus negocios… hasta el Crack de 1929. En la actualidad, el remoce del
despotismo plutocrático -ampliado al sistema mundo y actualizado a los nuevos
usos y costumbres- se le llama “Neoliberalismo” y ha ido de lo mismo. Y, por
eso, desde 2008 tenemos un nuevo y mayor Crack.
Es la gente corriente -la desposeída de recursos y que
depende de terceros para asegurarse el porvenir y la protección- la que precisa
de solidaridad, justicia y equidad democráticas. Siempre incompletas, pero en
el buen camino, el de la libertad, la igualdad y la fraternidad generales. Hoy,
ante las viejas injusticias y los nuevos retos se trata, como nunca, de
democracia o barbarie. No son las élites actuales en el poder político,
económico y administrativo de nuestros estados y en las organizaciones
internacionales quienes nos sacarán de este foso en el que ellas nos han
metido. Tanto cuando se visten de orden y nos imponen austeridades sin tino ni
fundamento, como cuando van de progresistas y nos espolean hacia un crecimiento
absurdo e insostenible, sus objetivos son siempre el grosero enriquecimiento de
sus cúpulas y el mantenimiento de la indigna dualización social. Y sus precisos
medios son la explotación y la opresión generalizadas. No saben de otra cosa,
ni, a la vista está, les importa.
Xavier
Aparici Gisbert. Filósofo y Secretario de Redes Ciudadanas de Solidaridad.