CONCIENCIA Y ACTITUD PERSONAL
El término conciencia, procede
del latín conscientia, que significa “conocimiento compartido”. Así
pues, este concepto expresa algo más que el darse cuenta psicológico, el
mero estar consciente. En su dimensión personal, la conciencia se
refiere al auto conocimiento, a la facultad inteligente que nos
posibilita tomar decisiones acertadas, hacernos cargo de nuestros actos y
responsabilizarnos de sus consecuencias.
Con todo, saber lo que
es beneficioso y perjudicial para nuestros modos de ser y nuestros
objetivos vitales, es un asunto muy complejo y así se refleja en la
historia cultural. Para cubrir el anhelo de los seres humanos de
encontrar sentido a nuestras vidas y a nuestro mundo, sobretodo en la
antigüedad, se elaboraron diferentes mitologías y credos religiosos y,
más tarde, en la modernidad, se conjeturaron diversos sistemas
ideológicos. El pretendido carácter sobrenatural y consolador de las
concepciones transcendentes y la supuesta comprensión totalizante de las
ideologías, aún perdurando, han ido perdiendo apoyo y fuerza en las
culturas donde se valoran más el pensamiento crítico y el conocimiento
experimental. Así, frente al “más allá” y las explicaciones “ideales” de
los fenómenos humanos, han surgido nuevos modos de certidumbre mucho
más modestos, pero bastante más intersubjetivos, es decir, más acordes
con las facultades y capacidades comunes a todos los seres humanos.
Aún
así, continuamos desarrollando nuestras personalidades insertos en
conceptos y valores culturales, en muchos aspectos, convencionales y
contradictorios. Y aunque, ciertamente, las actuales sociedades de
nuestro entorno cultural se mueven -empleando los términos de Kant-
hacia la “ilustración”, todavía permanecen lejos de ser “ilustradas”, si
es que ello llegará a alcanzarse alguna vez.
Por lo demás,
“tomar conciencia” requiere de algo más que inteligencia. Porque los
seres humanos siempre somos –tanto en los aspectos biológicos, como en
los sociales- con los demás y para los demás, nos desarrollamos en
estrecha vinculación con otras personalidades con las que debemos pactar
vías compartidas de “vida buena”. Y este es el ámbito de la ética.
La
conciencia personal, para ser completa, requiere del ejercicio
perseverante de las facultades intelectuales y de la práctica coherente
de la sensibilidad moral. Estas destrezas son las que nos permiten
prosperar hacia una comprensión clara e integral de nuestra condición y
llegar a ser sujetos tan autónomos, como solidarios. Por el contrario,
la lucidez y la compasión, por separado o mal complementadas, tienden a
extraviarse mutuamente y a crear monstruos de falso conocimiento y de
entrega tramposa. Los expertos de las organizaciones llamadas “tanques
de pensamiento”, mercenarios al servicio de grupos de presión
antisociales, representan la indignidad de quienes instrumentalizan
técnicas y saberes, desvinculándolos de sus responsabilidades públicas.
Los activistas de la caridad y el socorro que no atienden a las causas
del desposeimiento de los empobrecidos, muestran a las claras, las
contradicciones de los
asistencialistas miopes. “La verdad y el bien”, en asuntos humanos, no se dan desligados.
La
conciencia auténtica y comprometida se empodera cuando se expresa en
actitudes apropiadas. “La actitud es […] cierta forma de motivación
social que impulsa y orienta la acción hacia determinados objetivos y
metas. […] la actitud se refiere a un sentimiento a favor o en contra de
un objeto social, el cual puede ser una persona, un hecho social, o
cualquier producto de la actividad humana.” (Wikipedia). Es decir, no
toda conciencia “sabe”, no toda ética “quiere”, ni toda actitud “sirve”.
Hay que cuidar los contenidos, los sentimientos y las formas, para
conocer, amar y crear con coherencia y eficacia. A uno mismo y a los
demás. Todo un reto, toda una misión, toda una obra. Pero ¿hay algo
mejor en que emplear el tiempo en que estamos vivos?